Ni una aerolínea propia relevante

En los años de las compañías de bandera, el reparto del pastel en la aviación comercial era muy fácil: la mitad para un país, la mitad para el otro. Daba igual todo lo demás, porque todas las compañías eran públicas y sus precios no competían con nadie.

En paralelo, desde los sesenta, en Europa había nacido el negocio charter. Al único que realmente le importaba el transporte charter era a los países turísticos, porque podía suponer una parte sustancial de la tarta. O sea, a España entre ellos. Para los demás no tenía gran peso. Estaban allí, daban un servicio, pero no importaban a lo que era la aviación de verdad. Las charter eran privadas, sabían competir, daban calidad y costaban poco. Pero no podían vender sus billetes libremente: estaban sometidas a un galimatías de normas que les imposibilitaban la vida (protegiendo a las grandes, de bandera, estatales). 

España, en ese momento, tuvo la idea de sugerir a los turoperadores un cambio: si transportaban la cuarta parte de sus clientes en aerolíneas españolas, se les aplicaría una mayor flexibilidad en la maraña burocrática que, entre otras cosas, obligaba a pedir permisos para cosas tan tontas como que los turistas que habían llegado a un aeropuerto pudieran volver desde otro, o en un fecha diferente de la inicialmente pensada. El objetivo español, pues, era que nuestras aerolíneas tuvieran el 25 por ciento del negocio charter. No se llegó a este objetivo, pero las Spantax, Aviaco, LTE, Spanair, Hispania o Universair llegaron a tener cierto peso.

Hoy, treinta o cuarenta años después, hemos vuelto prácticamente a no estar presentes en este mercado. Cero, con algunas excepciones cuantitativamente irrelevantes.

Pero es que también hemos perdido el negocio del transporte regular. El regular era de las compañías de bandera, que Europa arruina con la liberalización. Que cualquiera pueda volar desde donde quiera a donde quiera al precio que quiera ha acabado con el status quo anterior. La amenaza nació, creció y se multiplicó fundamentalmente en Irlanda y Gran Bretaña, mientras la Europa continental, prácticamente sin excepciones, se dedicó a poner trabas a las Ryanair o Easyjet que buscaban crecer. Da igual: han pasado los años y el balance es el siguiente: Ryanair o Easyjet son las líderes en prácticamente todos los mercados europeos, habiendo acabado con casi todos los competidores locales. Ni en Italia, ni en Francia, ni en Alemania, ni en Portugal, ni en España creímos jamás que podrían existir aerolíneas competitivas, independientes de los gobiernos, que gestionaran con rigor sus costes, y por poco terminamos sin aerolíneas, como le está a punto de ocurrir a Francia e Italia.

Iberia sobrevivió a este inmovilismo en el último momento, en tiempo de descuento. Y no le ha ido tan mal. Se ha convertido en parte de un grupo en el que le dejan pintar algo. Recordemos que el propio presidente de la matriz es español, lo que tiene un significado muy relevante. Pero, al fin y al cabo, las decisiones, aunque las tome un español, se enmarcan en una empresa con un alto peso de capital extranjero. Seguramente en estos momentos de la historia no es concebible otra cosa, pero es así.

En Italia, la situación se ha tornado en una comedia y ha acabado con la aviación local, excepto por lo que queda de Alitalia, ese engendro que es Ita, ahora en manos estatales, pero que o pasa a ser de un privado o terminará como el rosario de la aurora.

Para que se hagan una idea, la mayor compañía aérea independiente hoy en España es Volotea, que es una empresa muy bien gestionada pero que tampoco es gran cosa con sus treinta aviones en el mejor momento. Aparte de esto, hay unas pocas aerolíneas con rutas vinculadas a mayoristas o a mercados muy de nicho en Latinoamérica, de poco peso en el global del sector.

Este es el triste balance del proteccionismo, de no creer en la competencia, de permitir piratas amparados por el estado. Europa es liberal, pero sin pasarse.