La maldición del turismo

Hace poco estuve de viaje por una región de España: junto a algunos pueblos famosos había otros cuyos nombres no suenan para nada, que no figuran en las guías más al uso. Unos, los conocidos, van hacia la destrucción, con la llegada de las cadenas de comercios, los aparcamientos masivos para autobuses, las cadenas de hoteles y restaurantes, los bares, taxis, Uber y toda la retahíla de consecuencias que implica el desarrollo. Los otros, los desconocidos, son ellos, lo que siempre han sido, con su ritmo, con su mundo, con su vida, con sus pocos comercios locales. No les digo qué pienso, porque es obvio.

Ahora, este desastre ha llegado a Hallstatt. Hallstatt es un pueblo minúsculo sacado de una postal navideña, en un lago austríaco. Es tan ideal que ha sido elegido por Disney para su musical Frozen. Y adiós, se ha acabado.

Las autoridades locales –que ya me dirán qué estructuras puede tener un micro pueblo– han decidido lanzar un programa ahora para limitar el número de autobuses diarios a 50, porque de otra forma no hay manera de gestionar los flujos de pasajeros, de visitantes, etcétera. Quieren que el pueblo siga siendo lo que fue siempre y que ahora ven que se les escapa de las manos.
La realidad de Hallstatt es la misma que la de muchos otros lugares de Austria, Suiza, España o el mundo: su fama es su condena. Se convierten en el polo de atracción de las masas de turismo que, inevitablemente, desnaturalizan el lugar.

Todos –y yo especialmente– entendemos las bondades del turismo, comprendemos que crea riqueza, dinamiza y proporciona bienestar económico. Pero no es nada fácil evitar que, al mismo tiempo, altere, a veces profundamente, el entorno humano, ambiental y cultural del lugar. No es lo mismo ser un lugar guapo que estar en el escaparate siempre expuesto. Es la maldición del turismo.