Aviones vacíos, aeropuertos desiertos

Este lunes volví a viajar en avión. Es el tercer vuelo en dos semanas, todos por razones laborales ineludibles.

Los pasajeros de los tres aviones, todos juntos, no habrían bastado para llenar una aeronave de 180 asientos. El vuelo de hoy no llegaba a los cincuenta pasajeros. Honra a la aerolínea mantener una operación que, desde luego, no tiene ni la más remota posibilidad de justificarse económicamente.

Los check-in, los pasos de controles de seguridad, los servicios en los aeropuertos, los embarques, los desembarques e incluso los controles de Covid a la llegada son tan veloces que en el vuelo de ayer tardé en todo mucho menos que cualquier día antes de la pandemia.

Esto, sin embargo, no es sólo una curiosidad. Esto no es un dato pintoresco, llamativo. Esta es una realidad que lleva dos años y que tiene que tener consecuencias graves en la estructura productiva del sector del transporte. Al menos en Europa y en Latinoamérica, que son las zonas en las que nuestras aerolíneas están operando.

La cuestión es muy, muy simple: así no se puede seguir. Ninguna compañía puede mantener una estructura productiva para el triple de clientes de los que realmente transporta.

Ni siquiera la mejor gestionada se salva del desastre. Ayer Ryanair dio sus datos de septiembre: 10,5 millones de viajeros, mucho más que cualquier otra compañía, pero lejos de los 14 millones de septiembre del año pasado. La aerolínea que está en el segmento menos afectado, la que es más ágil en recomponer su oferta, la que tiene mejor marketing, no consigue estabilizar el negocio. A partir de ahí imaginen ustedes qué ocurre con quienes son rígidos, no tienen marca, están atados por algún componente de su negocio, tienen deudas, etcétera.

Las heridas de esta crisis, que no ha dejado de desangrar al sector, se verán mucho tiempo. Desde luego.