El debate de la insularidad

La subvención del 75 por ciento del precio de los billetes de avión y barco para los residentes en las islas es muy controvertida, como se ha visto estos días en esta publicación, una vez la AIReF, una oficina pública que vela por controlar la calidad del gasto público en España, propuso cambiar el modelo actual (Peligra la bonificación del 75% por billete para los residentes en Canarias).

Mi postura es que, por supuesto, el modelo actual no se aguanta. Ya hace años que es absurdo. Es posible que haya un problema para ir desde las islas (Ceuta y Melilla) a la Península, pero, desde luego, subvencionar con el 75 por ciento de descuento cualquier tipo de billete, para cualquier trayecto entre aeropuertos españoles, es absolutamente ineficiente y contradictorio. Pero nunca nadie oyó a un político decir que eso era electoralismo. La AIReF, por si no lo saben, es un organismo técnico.

Los problemas del modelo son muchos: en primer lugar, no tiene sentido pagar el mismo porcentaje de un billete caro que de uno barato; ni en una clase económica que en otra más cara; ni que se incluyan algunos conceptos de la tarifa y no otros. Probablemente una cantidad fija sería menos injusto. Aún más caótica es la operativa: se le paga a la aerolínea, lo cual hace que el viajero beneficiado no llegue a saber qué le ha costado su viaje. Ni le importe.

Pero lo peor se deriva de la combinación del pago que hace el gobierno con los modelos de venta de billetes de las aerolíneas. Las aerolíneas han diseñado unos sistemas de precios variables que se determinan en función de la ocupación del avión y de la demanda. En los vuelos en los que la mayor parte de los viajeros tienen el descuento, se genera un caos que beneficia a la aerolínea porque al viajero le importa muy poco el precio real de su billete porque su decisión de volar o no viene determinada por el precio que ha de pagar realmente, después del descuento. ¡Qué me importa que el vuelo valga 400 euros si paga 100! ¿Por 100, se pregunta el viajero si está dispuesto a hacer tal o cual viaje! Esto, naturalmente, hace que los sistemas informáticos aumenten los precios para los residentes con derecho a descuento, porque saben que están dispuestos a pagar más, porque sus datos históricos se lo dicen. Así, es verdad que el beneficio termina en la aerolínea.

En un acto ingenuo hasta rozar la estulticia, ahora se exige a la aerolínea que no pregunte si el viajero es residente hasta el final del proceso. O sea que las aerolíneas, que conocen la IP de sus clientes, que saben desde donde se hace cada conexión, que atosigan a los viajeros con ofertas absolutamente personalizadas, según el legislador, no saben si es residente hasta que este lo dice clicando en la web. Es difícil ser más analógico que nuestros políticos. 

Más allá del procedimiento, sin duda mejorable, está la cuestión de si hay que mantener o no el descuento. Yo no diría que es totalmente injusto, porque hay situaciones realmente complicadas para los residentes en estos territorios. Pero sí que hay muchas ocasiones en las que el descuento lleva al escándalo: mucha gente va el domingo a comer a otra ciudad porque el precio de ir y volver puede llegar a ser insignificante; puede costar mucho menos para un balear llegar a Madrid que para un valenciano viajar en el AVE a la capital (aunque ahora, con la competencia esto ya no es verdad).

Pero también es verdad que siendo esto mejorable, qué se puede decir de rigor del gasto en un país en el que se ha construido la costosísima vía del Ave en rutas en las que hay uno o dos viajes al día y de las que, por supuesto, ni las islas ni Ceuta o Melilla se benefician.